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Pesadilla en vivo

Me he despertado sobresaltado. Con el taladro de una nueva alarma perforando mi cerebro antes del amanecer. Vivo la eterna batalla entre mis párpados pesados y la necesidad de comenzar otro día. Por fin me levanto y encauzan mi camino.

 

A través de una senda de baldosas amarillas, miro al cielo buscando otro color, y lo único que encuentro es el Sol. Tiñendo con los rayos el resto de este mundo en el que he vuelto a aparecer. Y sigo avanzando, esperando encontrar algo de lo que no haya que huir.

 

Un grupo de niños corren, juegan y sonríen, mientras un violinista, sentado en una colmena, toca las cuerdas de su instrumento, pero yo no lo puedo oír. Me esfuerzo en captar su melodía, pero no alcanzo a diferenciar nada más allá de un zumbido constante. Corro y tropiezo frente a una orquesta, a mí me miran con indiferencia y al grupo de niños, con odio.


Descubro que lo único que entra en mis oídos son avispas que cierran mis conductos auditivos a base de picaduras. Busco escapar a través del sueño. Dormir para no seguir en esta pesadilla. Y vuelvo a despertar sin apenas haber descansado, cuando el Sol ni siquiera ha salido aún, en el mismo lugar.

 

Ahora hay más músicos tocando. Lo sé por mi vista, que me deja ver cómo uno de ellos me tiende la mano. Se la ofrezco, me levanta y me arranca el brazo para volver a dejarme caer al suelo después.

Y se lo coloca debajo de uno de los suyos. Y pienso “¿para qué querrá tres brazos?". Ni yo me contesto ni él tampoco, y si lo hace, no le oigo.


Por fin veo el cartel de salida: “Bienvenido al infierno".

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